Por Miguel Á.
Ortega, director de Asociación Reforesta
Considero que una de
las principales motivaciones de mi vida es concienciar sobre la necesidad de
adoptar otros estilos de vida que aseguren la continuidad de nuestra especie y
respeten también a los animales, plantas, ecosistemas y paisajes que, junto con
nosotros, forman este pequeño y hermoso planeta. Un planeta que, a escala
cósmica, cuantitativamente es como si no existiera y, sin embargo, en lo
cualitativo, es muy especial.
Empecé en esto del
ecologismo en 1981, cuando era solo un chaval, y he continuado hasta la fecha.
Lógicamente, mis puntos de vista han cambiado en aspectos importantes. Uno de
esos cambios ha sido mi manera de “sobrellevar” mis inquietudes ecologistas. Sí
porque, a la vista de la forma en que tratamos la Tierra, uno no sabe si ser
ecologista es una dicha o una desgracia. A ver, ecologistas de boquilla lo
somos casi todos, así que, por tanto, me refiero a ser un poquito más
ecologista de lo normal. Podría pensarse que es una dicha, porque conlleva ser
más consciente de ciertos aspectos de la realidad que nos rodea y del papel que
nos corresponde a los humanos en esa realidad. Yo me siento afortunado porque
soy un poco más ecologista de lo normal. Pero es cierto que, si puedo sentirme
afortunado es, como decía antes, porque he podido aligerar el peso de esa cruz
tan pesada, la cruz del ecologista. No estoy seguro de que todos los poseídos
por esa cruz puedan decir lo mismo, a juzgar por el permanente estado de cabreo
en el que viven algunos correligionarios. A mí nunca me gustó dar la brasa en exceso
a los demás con mensajes ecologistas, pero ahora soy aun más discreto. Mi
círculo de amistades es variado, e incluye personas muy consumistas y poco
dadas a lo que quizás consideran sensibilerías con la naturaleza. Lógicamente,
hay una razón para esta evolución en la manera en que proyecto y vivo mi tara:
el anhelo de ser feliz y disfrutar la vida, que es una experiencia, cuando
menos, curiosa y única. Y ese mismo anhelo es el que me lleva a no ser
consumista. Lo normal es que el deseo de ser feliz surja con más fuerza cuando
uno siente que no es feliz, o que no lo es tanto como le gustaría. Yo, y me
atrevería a decir que la mayoría, he
pasado por algún momento de esos. En la tarea de ser feliz cuento con la
ventaja de que nunca me ha llamado la atención consumir moda y tecnología a la
última, ni tener un gran coche, ni una casa grande y espléndidamente decorada …
Cerca de donde viví
durante años hay una pintada callejera que dice “lo que posees acabará
poseyéndote”. Creo que es muy cierto: ir ligero de equipaje es el mejor
beneficio que uno puede hacerse a sí mismo, a las generaciones futuras y al
planeta. Y si se adereza con una búsqueda sincera de la paz interior, que lleve
a mayores cotas de tranquilidad, mejor todavía. ¿Podemos imaginar este tipo de
persona?: alguien que adquiera una comprensión integral de nuestro complejo
mundo, dispuesto además a no hacer depender su felicidad de su capacidad de
consumo y a darle más importancia al ser que al tener; una persona con un
espíritu crítico y constructivo, con empatía suficiente para comprender al
otro, sin caer en la crítica fácil; que esté decidido a competir menos y
compartir más; que sea emocionalmente maduro y asuma sus responsabilidades sin adjudicar sus
errores a otros, que sepa evitar el conflicto pero afrontarlo y resolverlo
pacíficamente si éste finalmente surge; que conciba su existencia y la de todo
lo que le rodea como un misterio que debe ser respetado; que sea consciente de
que no es irrelevante, porque su ser deja huella. Éste es el retrato robot que
yo me hago del tipo de persona y del tipo de ser al que debería evolucionar
nuestra especie para hacer de la existencia una condición más digna, feliz y
plena.
Después de las
anteriores líneas de buen rollito, me toca explicar otra de las principales adaptaciones
que me ha permitido sobrellevar mi condición de ecologista sin haber enfermado
del estómago o del hígado. Y es que me he dado cuenta de lo alejados que
estamos la inmensa mayoría de los seres humanos del retrato robot del párrafo
anterior. Pienso que la humanidad está en la situación del enfermo que, aunque
le dan mucha medicina, no se cura porque no quiere curarse. Desde un punto de
vista ontológico, el estado actual de la humanidad es bastante primario y, para
cambiarlo, hacen falta miles de años de evolución; de hecho, la lectura de
libros escritos hace más de 2000 años, como los Evangelios o el Tao Te Ching,
demuestra que las miserias humanas de hoy no están tan lejos de las de aquellas
épocas, así que la evolución, aunque en mi opinión existe y es a mejor, es muy
lenta. Por eso hay que situar lo que uno puede hacer y conseguir en la
perspectiva adecuada: en una vida es imposible ver cambios de la magnitud que
se requieren para que nuestra especie esté, en su conjunto, en mejores
condiciones de disfrutar de la existencia, sin tantas calamidades y sin dañar
al planeta. Pero eso no quita para que, en la medida de mis posibilidades, intente
aportar mi granito de arena para que un día la Tierra se parezca más a ese
lugar que, hoy por hoy, no parece ser más que un invento de la mente humana: El
Paraíso.
Comentarios
Tal vez por esas reflexiones abandoné Madrid, he seguido trabajando para aportar diálogo en el avance hacia la sostenibilidad y mi afición más "consumista" es criar gallinas autóctonas. Salud y huevos fritos desde GANECA.