Por
Miguel Ángel Ortega.
Siendo esas nuestras estructuras
culturales y filosóficas subyacentes, no es de extrañar que sometamos nuestro
planeta, que es nuestro único hogar, al saqueo permanente. Una de las muchas
modalidades de ese saqueo es la producción arrogante de decenas de miles de
sustancias químicas artificiales, muchas de las cuales se vienen usando desde
hace décadas sin que ni las autoridades ni la industria se hayan preocupado de
sus efectos medio ambientales y sanitarios. Hasta 2007 no entró en vigor en el mayor
productor mundial, la UE, una legislación que unificó toda la normativa
dispersa y empezó a ser un poco más exigente con el poderoso lobby químico. Ya
era hora, puesto que sólo tenemos información sobre la incidencia en la salud
de un tercio de los más de cien mil compuestos creados por el hombre. Esa
legislación se llama Reglamento REACH, pero sigue dejando mucho que desear,
según muchas organizaciones sociales. Muchos de esos compuestos que ponen en
riesgo nuestra salud se encuentran en alimentos, cosméticos, juguetes,
productos de limpieza, muebles, vehículos, electrodomésticos, accesorios del
hogar y, muy especialmente, en ciertos ambientes laborales.
Según un reciente informe de la
Organización Mundial de la Salud (OMS), los factores medioambientales pueden
ser responsables de entre el trece y el veinte por ciento de la aparición de
enfermedades en Europa. El agua, el suelo, los alimentos, los productos de uso
cotidiano y el aire son los vehículos a través de los cuales nuestros cuerpos
entran en contacto con las sustancias tóxicas. La contaminación atmosférica
tiene un alto coste en términos de enfermedades y mortalidad prematura. La OMS
atribuye más de dos millones de muertes anuales a la mala calidad del aire. En
España el Ministerio de Medio
Ambiente estima que los tóxicos que respiramos provocan la
muerte prematura de unas dieciséis mil personas cada año.
A la vista de nuestros errores,
la sociedad va descubriendo nuestra total dependencia del medio ambiente. La
vida se organiza en forma de flujos de materia, información y energía, y la capacidad de La Tierra para
tragarse y depurar los tóxicos que creamos es limitada, de manera que muchos
nos los devuelve y mete en nuestra sangre, en nuestros tejidos, en nuestros
órganos. Afortunadamente, incluso esas corrientes filosóficas y religiosas que
definen la cultura occidental van incorporando, aunque quizá no al ritmo
deseable, la nueva realidad acerca de la relación del hombre con el planeta. No
debemos demorar la incorporación de una química respetuosa con el medio ambiente , que ya
existe, puesto que hay alternativas para prácticamente todo. Pero también
necesitamos aceptar la idea de límites a la producción y al consumo, puesto que
debe prevalecer la precaución para asegurar que no dejamos a las generaciones
futuras un planeta peor que el que recibimos de nuestros padres.
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