Al pensar en las
motivaciones de la gente para actuar frente al cambio climático, ¿hemos
ignorado la influencia de una de las relaciones cruciales de la vida familiar,
la de los hermanos?
Esta es la pregunta
que se hace la psicóloga británica Ro Randall en uno de sus últimos posts en su
blog. En él alude a la opinión de muchos de que es necesario fortalecer los
valores opuestos al individualismo si queremos resolver múltiples enfermedades
sociales. Y afirma que, aunque la justicia y la igualdad juegan un papel destacado
entre esos valores, no se tiene suficientemente en cuenta la dinámica
psicológica que subyace tras ellos.
Según esta
psicóloga, las relaciones entre hermanos (y también entre amigos de la
infancia) son como una plantilla que moldeará las relaciones con nuestros
iguales en la vida adulta y pueden afectar profundamente a nuestras ideas sobre
la igualdad y la justicia. Así, el típico alegato infantil “no es justo”
resonaría en el mundo adulto cada vez que surgen temas como la justificación de
premios o privilegios, los derechos, la igualdad y las responsabilidades.
Las relaciones
entre hermanos a menudo son inestables. La alegría de estar acompañado de un “igual”
puede convertirse en sentimiento de amenaza cuando se percibe al hermano como
alguien que pone en cuestión nuestra singularidad o nuestros derechos. Antes de
llegar a la etapa adulta deberíamos desarrollar la madurez para manejar estos
sentimientos conflictivos.
Llevando estas
consideraciones al terreno de la cooperación para combatir el cambio climático,
la Fundación Joseph Rowntree observó que la mayoría de los participantes en sus
grupos de trabajo pensaban que:
- Los que tienen más capacidad para reducir sus emisiones de CO2 deberían ser los que cargaran con la mayor responsabilidad en este sentido.
- La participación debería de ser obligatoria y es muy importante evitar el oportunismo
- Para combatir el cambio climático son preferibles las regulaciones a los impuestos.
Según estos
psicólogos británicos, las afirmaciones anteriores se podrían “traducir” al
lenguaje del juego infantil, y obtendríamos las siguientes afirmaciones
equivalentes:
- Los niños mayores deberían hacer más.
- No sería justo que yo tuviera que hacer algo y los demás no.
- Las reglas del juego para los pequeños no deben ser las mismas que para los mayores.
La conclusión sería
que en nuestra vida adulta resuenan los ecos de la infancia, y muchas personas
sólo están dispuestas a cooperar si ven que los demás también lo hacen en
proporción a sus capacidades. Esto, que a primera vista parece muy lógico, en
realidad nos aleja de la autonomía y responsabilidad personal que nos permite
actuar como creemos necesario, con independencia de que los demás lo hagan o
no.
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