Todos
hemos oído alguna vez que en el pasado la península Ibérica era tan frondosa
que una ardilla podía ir de un extremo al otro sin bajar al suelo. Puede que
esta afirmación sea algo exagerada, pero lo cierto es que las condiciones
naturales de la mayor parte de nuestro territorio son propicias para la
existencia de bosques. Sin embargo, según datos del Gobierno, sólo el 37% del
territorio español está arbolado.
Esta
situación se debe fundamentalmente a la acción de nuestros antepasados, que
talaron bosques para dedicar las tierras a la agricultura y a la ganadería y
para obtener leña para cocinar y calentar los hogares y madera para construir y
adornar barcos, casas e iglesias y fabricar herramientas. En las guerras medievales incluso se practicó
en ocasiones la política de tierra quemada; más modernamente, las
urbanizaciones y los incendios forestales han arrasado cientos de miles de
hectáreas en las últimas décadas.
Tampoco
juegan a favor de nuestros bosques el carácter semiárido de grandes superficies
peninsulares, con precipitaciones por debajo de los 500 l./año e incluso por
debajo de los 300 l./año en algunas zonas, la irregularidad de esas
precipitaciones, con periodos recurrentes de sequía, las elevadas temperaturas
estivales y la pobreza de una parte importante de nuestros suelos, así como la
sobreexplotación de los acuíferos.
A
pesar de ello, un hecho reciente y destacable es que en las últimas décadas,
los arbustos y árboles están extendiéndose sobre amplias superficies de
terrenos agrícolas y pastizales abandonados.
Pero
no solo hay que hablar de la cantidad o superficie ocupada por el bosque, sino
también de la calidad del mismo. Para empezar, ni los cultivos forestales ni la
mayoría de las repoblaciones efectuadas con una o dos especies de pino tienen
las características necesarias para funcionar como bosque. Sin embargo, la
estadística considera bosque a estos cultivos y repoblaciones.
Por
otra parte, muy frecuentemente los árboles y arbustos que recolonizan antiguos
terrenos agrícolas y ganaderos lo hacen dando lugar a formaciones vegetales
débiles e inestables; su evolución hacia bosques maduros llevará décadas e
incluso siglos y, entretanto, las cambiantes condiciones climáticas pueden
dificultar e incluso revertir el proceso. Gestionar esas incipientes masas
forestales es una oportunidad para generar empleo, potenciar su resiliencia
ante el cambio climático y aprovechar las dinámicas naturales para incrementar
la superficie y calidad de nuestra cobertura vegetal a menor coste.
La
biodiversidad es una variable fundamental de la calidad del ecosistema. Un
bosque natural está formado por la especie que le da nombre, llamada especie
dominante o primaria, y por otras especies de árboles, así como por un estrato
arbustivo y por un estrato herbáceo. Estas especies vegetales acompañantes son
tremendamente importantes para la fauna, ya que contribuyen a su alimentación y
le proporcionan lugares de refugio. Además, contribuyen también a enriquecer el
suelo. Pero, de nuevo según datos oficiales, la mayoría de los bosques que nos
quedan están empobrecidos, ya que en el 60% de ellos una sola especie ocupa el
70% o más de la superficie.
En
cuanto a la salud de los bosques, hay que decir que empeora con el
calentamiento global. Los montes mediterráneos de alcornoque y encina del sur
peninsular están viviendo ya un drama que pasa desapercibido a la mayoría de la
población española: el decaimiento, es decir, la pérdida de vitalidad provocada
por las menguantes precipitaciones, las temperaturas medias más elevadas, las
sequías más intensas y la mayor evapotranspiración. Esta debilidad hace que los
árboles enfermen y mueran en mayor cantidad debido al ataque de hongos y otros
organismos parásitos. Se está observando que el decaimiento se va extendiendo
hacia el norte. El 18% de las encinas, el árbol más representativo del monte
mediterráneo, presentaba daños severos por defoliación en 2014. En 2013, el
77,8% de los árboles españoles sufría una defoliación superior al 10%, frente
al 67,9% en el conjunto de Europa (datos de la Red Europea de Seguimiento de
Daños en los Bosques). El porcentaje de árboles que presenta una defoliación
superior al 25% ha pasado del 36,5 en 1987 al 78,3 en 2014. Por otra parte, la
Comisión Europea califica como mala la calidad del 21% de nuestros bosques y de
inadecuada la de otro 50% más. Todo ello hace que sea especialmente necesario
aplicar una gestión sostenible y adaptativa al cambio climático.
La
realidad actual es que un 20% de nuestro territorio presenta un elevado nivel
de degradación. Hablar de degradación de la tierra o desertificación es hablar
de pérdida de productividad económica y biológica, de pérdida de recursos
hídricos, de pérdida también de capacidad de fijar dióxido de carbono (CO2) y
de una mayor vulnerabilidad ante el calentamiento global que ya estamos
viviendo y se acentuará en el futuro. El Quinto Informe de Evaluación del Grupo
Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, siglas en
inglés) prevé incrementos de temperatura de entre 3 y 5ºC y un descenso de la
precipitación de entre un 10 y un 30%, en la Península Ibérica para finales de
este siglo.
Si
este devenir está siendo gravoso y los será aún más para las generaciones
actuales, imaginemos hasta qué punto va a afectar a los españoles que están
naciendo ahora y a los que nazcan en las próximas décadas; hablamos de nuestros
hijos y de nuestros nietos, personas a quienes vamos a conocer y amar ¿Es ético
ignorar este desafío sin precedentes?
La
incidencia del cambio climático en España tendrá múltiples repercusiones
económicas pero, sin duda, se verán especialmente afectados el turismo y la
agricultura de regadío, que aportan un 13% de nuestro PIB y generan el 19% del
empleo. Estos sectores consumen mucha agua y además, tienen un peso mayor en
algunas de las provincias españolas con mayor índice de desertificación y
escasez de recursos hídricos.
A
pesar de todo esto, lo cierto es que la crisis económica y la necesidad de
resolver los problemas sociales más urgentes causados por ella, así como el
empeño en hacer frente a nuestra insostenible deuda, han relegado a la nada la
acción de los poderes públicos en esta materia.
Frenar
la desertificación y, de ese modo, mejorar nuestra capacidad de adaptación al
ya irreversible cambio climático, es esencial para España. Toda la humanidad se
juega mucho, pero no todos los países están en igual situación ante el
calentamiento global. Las zonas de clima mediterráneo son especialmente
vulnerables. Por tanto, si no reaccionamos, los españoles y el resto de
ciudadanos de países de climas mediterráneos tenemos más que perder.
La
desertificación no es consecuencia solo de la falta de árboles pero,
evidentemente, incrementar la cobertura vegetal y la calidad de la misma es
esencial para revertir la situación. Sin embargo, reforestar es caro, y a
medida que cambia el clima lo es más. Quienes nos dedicamos a esto ya estamos
notando que el aumento de la temperatura y la disminución de las
precipitaciones, sobretodo en verano, están haciendo aún más difícil sacar
adelante las reforestaciones. De hecho, creemos que en muchas zonas
peninsulares, especialmente en las montañas del interior, del sur y de Levante,
cada vez tiene menos sentido reforestar grandes extensiones, porque es
prácticamente imposible dar a los árboles los riegos estivales necesarios para
disminuir la mortalidad a tasas aceptables. Es mejor reprtir el esfuerzo en una
superficie mayor y plantar rodales pequeños en zonas accesibles, cuidamdo los
árboles para que la mayoría de ellos sobreviva y esté en condiciones de
producir la semilla necesaria para favorecer la regeneración natural.
Si
hoy nosotros tenemos la necesidad de reforestar es porque nuestros antepasados
tuvieron la necesidad de deforestar. No es realista pensar que una sola
generación puede arreglar lo que deterioraron las anteriores a lo largo de
miles de años. Pero es urgente reconocerle a este tema la importancia que tiene
y ponernos manos a la obra lo antes posible.
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