La mente humana es
capaz de procesar una gran cantidad de información. Conceptos y
emociones se mezclan en ella; los conceptos e ideas que forman nuestros
pensamientos generan emociones y éstas nos llevan a generar
pensamientos. La información y la forma en que el cerebro la procesa
forman el sistema mente. Nuestras mentes interactúan entre sí y dan
lugar a una mente colectiva, que es la responsable de formar y
reproducir la cultura, es decir, el sistema de creencias y de valores
que impera en un lugar y momento determinados. La mente colectiva
evoluciona, y el motor de esa evolución son los individuos que
cuestionan el sistema de creencias y valores imperante en cada lugar y
tiempo concretos.
Aunque
lo afirmado en el párrafo anterior, hoy día, parece obvio, sin embargo,
conviene prestar atención a un hecho de mucha trascendencia: durante
mucho tiempo, especialmente desde Descartes y la Ilustración, le hemos
dado mucho más valor al manejo de la información de tipo conceptual que a
la de carácter emocional, obviando incluso el hecho de que ambas están
relacionadas, como no podía ser de otro modo, ya que están procesadas
por un mismo órgano de un mismo individuo. Esto ha sido así hasta el
punto de que nos consideramos animales racionales, lo cual, a medida que
conocemos más nuestra propia naturaleza, va sonando cada vez más a
chiste. El ser humano es fundamentalmente un animal emocional. En mi opinión, será un animal racional cuando sepa gestionar adecuadamente sus emociones.
En
los animales han evolucionado más las regiones cerebrales encargadas
del procesamiento de la información que resulta más útil para la
supervivencia del individuo y para la reproducción de la especie. Por
eso, hay especies que han desarrollado muchísimo algunos de sus sentidos
o incluso tienen sentidos que nosotros no tenemos, como la percepción
de campos electromagnéticos y térmicos. También se observa que cuanto
más evolucionada es una especie, mayor es la gama de emociones y de
pensamientos que puede desarrollar. Parece que las especies más
evolucionadas son, en general, las de más reciente aparición, las cuales
han añadido nuevas capacidades a las que ya tenían las que les
precedieron en su linaje. Quizás por eso las mascotas más populares son
los perros y los gatos y no, por ejemplo, los grillos o las lagartijas:
los perros y los gatos interactúan con sus dueños porque su inteligencia
les permite, hasta cierto punto, comunicarse con ellos, y muestran
emociones mucho más evidentes para nosotros que las que puedan mostrar
los grillos y las lagartijas.
El
“problema” es que parece que el cerebro es como una radio que, cuanto
más moderna y mejor es, más frecuencias o emisoras capta. Para hacerme
entender, pongamos que nuestras emociones son esas frecuencias o
emisoras y nuestro cerebro es una moderna radio. Resultaría que, por
ello, estamos conectados a un universo emocional, a una información de
tipo emocional, más variada que la que recibe el cerebro de cualquier
otra especie. Siendo así, ¿en qué consiste el equilibrio mental? Una
respuesta podría ser que consiste en que la radio (nuestro cerebro) no
mezcle la información, que no haya interferencias, que la información de
todo tipo que recibe se procese y canalice adecuadamente.
Ahora formulo la siguiente pregunta: a simple vista, ¿podríamos decir que nuestro mundo es equilibrado, que en él reina la cordura? Me
tienta responder que no. Y si nuestra sociedad, que es el todo, no está
equilibrada, será porque el equilibrio promedio de las partes que la
integran, es decir, las personas, es bajo.
La
violencia hacia nuestros semejantes, hacia los animales, hacia la
naturaleza, el egoísmo y la ambición desmedida, la incapacidad para
establecer como prioridad la búsqueda del bien común, ¿son una ley
natural a la que debemos resignarnos, o son síntomas de un desequilibrio
que, aunque exista también en el orden natural, podemos aspirar a
superar? Observemos que los animales más crueles, tras nosotros, son los
chimpancés, lo que reforzaría la afirmación anterior de que, cuánto más
evolucionada es una especie, experimenta las emociones con mayor
intensidad, para bien y para mal, e incluso está expuesta a experimentar
una mayor gama de emociones. Sin embargo, los bonobos, que son
parientes cercanos de los chimpancés, no son violentos. Resuelven sus
tensiones con otras herramientas, sin recurrir a la violencia o, al
menos, sin caer en ella de la misma manera en que lo hacemos los humanos
y los chimpancés.
Por
alguna razón los bonobos siguieron otro camino. Posiblemente estos
primates potenciaron la tendencia innata a la ayuda y a la cooperación,
que también tenemos los humanos, y ese rasgo de su comportamiento se
habría transmitido de unas generaciones a otras. En ese caso sería un
hecho cultural. Y, como el cerebro tiene una enorme plasticidad, a
fuerza de repetir la resolución de sus conflictos sin acudir a la
violencia, las regiones del cerebro implicadas en esa conducta se
habrían reforzado y ahora los bonobos no sabrían ser violentos.
Hemos
de ser conscientes de que, aunque la vida de una parte de la humanidad
se desarrolle en entornos pacíficos, de que aunque, según recientes
investigaciones, ahora pueda haber menos violencia que en cualquier
tiempo anterior, sin embargo hay una violencia soterrada que las
sociedades humanas practican con consecuencias hacia dentro y hacia
fuera. Las consecuencias hacia dentro son la violencia física, la
desigualdad, la falta de libertad que sufren muchas personas… Las
consecuencias hacia fuera se reflejan en el deterioro de la salud del
planeta, lo cual terminará siendo (ya lo es) una consecuencia hacia
dentro de enorme impacto en nuestras vidas.
Estoy
convencido de que nuestros problemas se deben a esa engañosa
racionalidad que hemos creído que sustenta nuestro ser, a no haber
cuidado más la educación emocional y al consiguiente desequilibrio, que
ha convertido a nuestro cerebro en una radio escacharrada que no se
entiende porque sufre constantes interferencias. Llevamos miles de años
sufriendo y lamentándonos por ello, pero también hace miles de años que
algunas personas comenzaron a señalar el camino correcto. Consiste en no
empezar la casa por el tejado, sino por los cimientos. Es decir, no
prestar tanta atención a los deseos, apegos y demás emociones negativas,
y procurar desarrollar una auténtica fortaleza interior basada en
las emociones positivas y en potenciar el sentido de integración en el
Todo al que pertenecemos. Es una cuestión cultural, y no tenemos que
dar por hecho que la vida en la Tierra debe ser un valle de lágrimas.
Ese triple conflicto permanente en el que se desenvuelve nuestra
existencia, que enfrenta a cada ser humano consigo mismo, con los demás y
hasta, posiblemente sin ser consciente de ello, con el planeta, tiene
su origen en la falta de autoconocimiento y de capacidad de gestión de
las emociones.
Si
no arreglamos antes el transistor, olvidémonos de ser capaces de
resolver nuestros problemas y de salvar nuestra especie porque, aunque
pudiéramos mudarnos a otro planeta, volveríamos a cometer los mismos
errores.
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