Por Miguel Ángel Ortega
La magnitud de la crisis abre una puerta al debate sobre el crecimiento ilimitado
El estallido de la burbuja inmobiliaria en España era una posibilidad de la que venían advirtiendo muchos economistas e instituciones. Era como el cuento de Pedro y el lobo, porque nunca acababa de llegar… hasta que llegó. Y, cuando lo hizo, fue en el contexto de una crisis financiera mundial que, a su vez, tiene mucho que ver con la evolución del mercado inmobiliario en EE.UU. La crisis ha destapado la poca seriedad y honestidad de una parte de los amos del mundo, especialmente de aquellos que estaban al timón de enormes instituciones financieras, jugando a emular a Cristo en el milagro de la multiplicación de peces y panes, aunque ellos lo hacían con dinero, y no precisamente para repartirlo, sino para quedárselo.
Ahora todos los que saben o dicen saber aseguran que ésta es la mayor crisis desde la Gran Depresión de 1929, y hay quienes advierten de que lo peor llegará en 2010. Así lo afirma Santiago Niño, catedrático de Estructura Económica y autor de El crash de 2010. Toda la verdad sobre la crisis. En su opinión, expresada recientemente en un artículo en El País, “hay que acabar con el despilfarro, tenemos que ser más ecológicos y utilizar los recursos de forma muy productiva”.
La tecnología, ¿es la solución?
Hay quienes van más allá y se atreven a proponer el “decrecimiento” de la economía, algo que no parece estar en la agenda de los políticos ni en la cabeza de la inmensa mayoría de la población. Sin embargo, bien podría ocurrir que, lo queramos o no, el decrecimiento llegue. Y no por un ajuste cíclico de la economía, sino porque, por mucho que nos tapemos los ojos, el planeta, más pronto que tarde, nos devuelva a la realidad. La realidad evidente, pero incómoda y por ello apartada inconscientemente de nuestro horizonte mental, de que vivimos en un planeta de recursos finitos que no puede sostener un crecimiento ilimitado del consumo de recursos por parte de una población en constante aumento. Cuando esta cuestión de los límites del crecimiento sale a la palestra, los optimistas empedernidos aducen que la tecnología y el ingenio humanos nos sacarán del atolladero. Pero, como siempre tiene que haber aguafiestas rondando, precisamente los autores del famoso libro Los límites del crecimiento, escrito en 1972, volvieron hace pocos años a escribir acerca de lo mismo en Los límites del crecimiento, treinta años después. En esta última obra establecen una serie de supuestos para, mediante simulaciones realizadas con un avanzado programa informático, ver qué ocurre. Una de sus conclusiones es que una adecuada y rápida implementación de las posibilidades que ya hoy ofrece la tecnología es condición necesaria, pero no suficiente, para esquivar el agotamiento de los recursos naturales. Y no son, ni mucho menos, los únicos científicos que piensan así, aunque escapa a las posibilidades de este artículo citar los abundantes ejemplos al respecto.
Todos podemos recordar, sin hacer mucho esfuerzo, el discurso a favor del crecimiento económico de cualquiera de nuestros líderes políticos, sean del PP, del PSOE o de cualquier otro partido. Y, por supuesto, otro tanto cabe decir de los representantes empresariales, sindicales y de los institutos de prospectiva económica. Por tanto, no viene a cuento exponer las supuestas ventajas del crecimiento sostenido, que no sostenible. Quizá únicamente merezca resaltar el argumento de que sin crecimiento no hay creación de empleo. Por el contrario, sí parecen más novedosos los argumentos de los defensores del decrecimiento.
Cuestionar las virtudes del crecimiento
Estos últimos empiezan por constatar que más crecimiento no es sinónimo de más felicidad, ni de más justicia social, ni de más salud, ni de más equilibrio ecológico sino, más bien, todo lo contrario. Por ejemplo, Carlos Taibo, profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid, cita investigaciones que revelan que en 2005 un 49 por ciento de los norteamericanos estimaba que la felicidad se hallaba en retroceso, frente a un 26 que consideraba lo contrario. La creciente incidencia del estrés, la ansiedad, las depresiones, la obesidad, las enfermedades cardiovasculares y las relacionadas con la contaminación, constatada en múltiples investigaciones, sugieren que el estilo de vida asociado al capitalismo no es muy saludable. Y, para encontrar opiniones críticas acerca de las crecientes desigualdades sociales, no hace falta acudir al “pensamiento alternativo”. En España, sin ir más lejos, el Instituto Nacional de Estadística reveló en la encuesta de estructura salarial de 2006 que la brecha salarial entre los directivos y el común de los trabajadores ha crecido un 45 por ciento entre 1995 y 2006. Un año y medio antes, la OCDE cifró el retroceso del salario medio real en España entre 1995 y 2005 en el 4%. Respecto a la pobreza, la injusticia social, el deterioro medioambiental, el paro, las enfermedades y demás calamidades que aquejan a la humanidad, basta con ver un telediario o abrir un periódico para darse cuenta de que algo ha debido de fallar cuando el enorme crecimiento económico del mundo en las últimas décadas no ha sido capaz de alcanzar a cientos de millones de seres humanos, por no hablar de miles de millones. También se sabe que los humanos vivimos de las rentas desde la década de los ochenta, es decir, que desde esa época el ritmo de regeneración de los recursos naturales es inferior al de extracción. Una situación similar a la de aquél que saca de su cuenta corriente más dinero que el que ingresa.
Ésta es, en resumen, la reflexión que alimenta la propuesta del decrecimiento. Un concepto todavía en discusión, pero que, de manera inequívoca, contiene la idea de que podemos vivir mejor con menos. Evidentemente, su viabilidad está vinculada a otros modelos de producción y de organización de las relaciones sociales. Por ejemplo, el reparto del trabajo sería un elemento central, así como la redistribución de la riqueza, ya que no se puede pretender que quienes ya van muy justos acepten la idea de vivir aún con menos. El decrecimiento conlleva un cambio social que no es posible acometer sin un cambio paralelo en las conductas individuales. Competir menos, compartir más, disminuir la dependencia del consumismo compulsivo, aumentar la participación social y las relaciones comunitarias, realzar el papel de los mercados locales en detrimento de los globales, dar menos valor a las grandes infraestructuras y más a los servicios sociales, a la producción de energía limpia y a la protección y mejora del medio ambiente, serían algunos de los cambios de chip que deberíamos acometer para ser capaces de cambiar de modelo.
Puesto que este espacio no da para más, recomiendo encarecidamente a quienes quieran ampliar información que visiten www.decrecimiento.info
El estallido de la burbuja inmobiliaria en España era una posibilidad de la que venían advirtiendo muchos economistas e instituciones. Era como el cuento de Pedro y el lobo, porque nunca acababa de llegar… hasta que llegó. Y, cuando lo hizo, fue en el contexto de una crisis financiera mundial que, a su vez, tiene mucho que ver con la evolución del mercado inmobiliario en EE.UU. La crisis ha destapado la poca seriedad y honestidad de una parte de los amos del mundo, especialmente de aquellos que estaban al timón de enormes instituciones financieras, jugando a emular a Cristo en el milagro de la multiplicación de peces y panes, aunque ellos lo hacían con dinero, y no precisamente para repartirlo, sino para quedárselo.
Ahora todos los que saben o dicen saber aseguran que ésta es la mayor crisis desde la Gran Depresión de 1929, y hay quienes advierten de que lo peor llegará en 2010. Así lo afirma Santiago Niño, catedrático de Estructura Económica y autor de El crash de 2010. Toda la verdad sobre la crisis. En su opinión, expresada recientemente en un artículo en El País, “hay que acabar con el despilfarro, tenemos que ser más ecológicos y utilizar los recursos de forma muy productiva”.
La tecnología, ¿es la solución?
Hay quienes van más allá y se atreven a proponer el “decrecimiento” de la economía, algo que no parece estar en la agenda de los políticos ni en la cabeza de la inmensa mayoría de la población. Sin embargo, bien podría ocurrir que, lo queramos o no, el decrecimiento llegue. Y no por un ajuste cíclico de la economía, sino porque, por mucho que nos tapemos los ojos, el planeta, más pronto que tarde, nos devuelva a la realidad. La realidad evidente, pero incómoda y por ello apartada inconscientemente de nuestro horizonte mental, de que vivimos en un planeta de recursos finitos que no puede sostener un crecimiento ilimitado del consumo de recursos por parte de una población en constante aumento. Cuando esta cuestión de los límites del crecimiento sale a la palestra, los optimistas empedernidos aducen que la tecnología y el ingenio humanos nos sacarán del atolladero. Pero, como siempre tiene que haber aguafiestas rondando, precisamente los autores del famoso libro Los límites del crecimiento, escrito en 1972, volvieron hace pocos años a escribir acerca de lo mismo en Los límites del crecimiento, treinta años después. En esta última obra establecen una serie de supuestos para, mediante simulaciones realizadas con un avanzado programa informático, ver qué ocurre. Una de sus conclusiones es que una adecuada y rápida implementación de las posibilidades que ya hoy ofrece la tecnología es condición necesaria, pero no suficiente, para esquivar el agotamiento de los recursos naturales. Y no son, ni mucho menos, los únicos científicos que piensan así, aunque escapa a las posibilidades de este artículo citar los abundantes ejemplos al respecto.
Todos podemos recordar, sin hacer mucho esfuerzo, el discurso a favor del crecimiento económico de cualquiera de nuestros líderes políticos, sean del PP, del PSOE o de cualquier otro partido. Y, por supuesto, otro tanto cabe decir de los representantes empresariales, sindicales y de los institutos de prospectiva económica. Por tanto, no viene a cuento exponer las supuestas ventajas del crecimiento sostenido, que no sostenible. Quizá únicamente merezca resaltar el argumento de que sin crecimiento no hay creación de empleo. Por el contrario, sí parecen más novedosos los argumentos de los defensores del decrecimiento.
Cuestionar las virtudes del crecimiento
Estos últimos empiezan por constatar que más crecimiento no es sinónimo de más felicidad, ni de más justicia social, ni de más salud, ni de más equilibrio ecológico sino, más bien, todo lo contrario. Por ejemplo, Carlos Taibo, profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid, cita investigaciones que revelan que en 2005 un 49 por ciento de los norteamericanos estimaba que la felicidad se hallaba en retroceso, frente a un 26 que consideraba lo contrario. La creciente incidencia del estrés, la ansiedad, las depresiones, la obesidad, las enfermedades cardiovasculares y las relacionadas con la contaminación, constatada en múltiples investigaciones, sugieren que el estilo de vida asociado al capitalismo no es muy saludable. Y, para encontrar opiniones críticas acerca de las crecientes desigualdades sociales, no hace falta acudir al “pensamiento alternativo”. En España, sin ir más lejos, el Instituto Nacional de Estadística reveló en la encuesta de estructura salarial de 2006 que la brecha salarial entre los directivos y el común de los trabajadores ha crecido un 45 por ciento entre 1995 y 2006. Un año y medio antes, la OCDE cifró el retroceso del salario medio real en España entre 1995 y 2005 en el 4%. Respecto a la pobreza, la injusticia social, el deterioro medioambiental, el paro, las enfermedades y demás calamidades que aquejan a la humanidad, basta con ver un telediario o abrir un periódico para darse cuenta de que algo ha debido de fallar cuando el enorme crecimiento económico del mundo en las últimas décadas no ha sido capaz de alcanzar a cientos de millones de seres humanos, por no hablar de miles de millones. También se sabe que los humanos vivimos de las rentas desde la década de los ochenta, es decir, que desde esa época el ritmo de regeneración de los recursos naturales es inferior al de extracción. Una situación similar a la de aquél que saca de su cuenta corriente más dinero que el que ingresa.
Ésta es, en resumen, la reflexión que alimenta la propuesta del decrecimiento. Un concepto todavía en discusión, pero que, de manera inequívoca, contiene la idea de que podemos vivir mejor con menos. Evidentemente, su viabilidad está vinculada a otros modelos de producción y de organización de las relaciones sociales. Por ejemplo, el reparto del trabajo sería un elemento central, así como la redistribución de la riqueza, ya que no se puede pretender que quienes ya van muy justos acepten la idea de vivir aún con menos. El decrecimiento conlleva un cambio social que no es posible acometer sin un cambio paralelo en las conductas individuales. Competir menos, compartir más, disminuir la dependencia del consumismo compulsivo, aumentar la participación social y las relaciones comunitarias, realzar el papel de los mercados locales en detrimento de los globales, dar menos valor a las grandes infraestructuras y más a los servicios sociales, a la producción de energía limpia y a la protección y mejora del medio ambiente, serían algunos de los cambios de chip que deberíamos acometer para ser capaces de cambiar de modelo.
Puesto que este espacio no da para más, recomiendo encarecidamente a quienes quieran ampliar información que visiten www.decrecimiento.info
Comentarios